Aparece y se rinde en Filipinas el soldado japonés Hiroo Onoda, escondido desde la segunda guerra mundial. 29 años viviendo siempre alerta protegiendo tristes peñascos. El exagerado orgullo nipón educaba en la idea de preferir morir o incluso suicidarse, antes que rendirse. La existencia de este hombre se paralizó todo este tiempo con la mente fija en la perpetua vigilancia del enemigo imaginario. Siguió en guerra y mató a varias personas, supuestos combatientes para él. Tuvo conocimiento del fin de la guerra a través de folletos tirados desde los aviones, pero siempre pensó que eran mentiras de sus enemigos, nunca creyó la rendición de Japón. No se entregó hasta que fue localizado y su superior viajó para ordenarle la entrega. Aún contaba con un poderoso arsenal.
El choque que sufriría al saber que había perdido su juventud para nada, que la humillación de Japón se había producido cuando el emperador Hirohito anunció la rendición a su pueblo, tras sufrir las dos bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Una vergüenza para el mundo. Murió a los 91 años.
Y aún no fue el último, seis meses más tarde se encontraría a otro soldado del ejército nipón: Teuro Nakamura, menos conocido a causa de que era taiwanés. Pero igualmente perdió sus mejores años en este absurdo. Murió años después de cáncer.
El choque que sufriría al saber que había perdido su juventud para nada, que la humillación de Japón se había producido cuando el emperador Hirohito anunció la rendición a su pueblo, tras sufrir las dos bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Una vergüenza para el mundo. Murió a los 91 años.
Y aún no fue el último, seis meses más tarde se encontraría a otro soldado del ejército nipón: Teuro Nakamura, menos conocido a causa de que era taiwanés. Pero igualmente perdió sus mejores años en este absurdo. Murió años después de cáncer.